La Sentencia
La vida es ese efímero episodio entre la inexistencia infinita y el retorno al primordial estado del que provenimos. Un ciclo finito de sucesos que recolectamos como fantasmas en la memoria de nuestros cerebros. Un vagabundeo errante existencial, un perpetuo ciclo de luto que experimentamos en esta solitaria roca en medio del espacio. El tiempo es un concepto real, pero lo ideamos para catalogar y clasificar los innumerables ciclos astrales que ocurren mientras existimos, un eterno retorno de eventos enfermizos en los que enmarcamos nuestra realidad. En este periodo efímero nuestro cerebro desarrolla fantasías para re acomodar sus experiencias y catalogarlas, los sueños son pues, los mecanismos en los que el cerebro interioriza el sinfín de experiencias que percibe en los periodos de vigilia. ¿Pero qué pasa entonces cuando atisbos enfermizos se asoman por la mente y despertares siniestros rompen con la ciclicidad temporal?. Mejor dicho, ¿Qué pasa cuando en un punto de este circulo plano vislumbramos episodios que rompen la secuencia infinita y las visiones terminan siendo entonces no de estímulos que se han percibido, sino de eventos que sucederán?
Yo recuerdo aún ese sueño terrible que se sentía enmarcado en la más oscura anomalía temporal, ese atisbo del abismo que se asomo una plácida noche de abril que rompía con la sacra inminencia del advenimiento del tiempo.
En la calle frente a mi apartamento yo estaba de pie, el frio de la tarde mi piel y la erizaba con la estática de un vislumbramiento terrible. Eran las cinco de la tarde y un aura rojiza empapaba el cielo anunciando la muerte del sol. “Ignis Natura Renovatur Integra”, por tanto el cielo arde en llamas para renovar un nuevo ciclo y, con la muerte del sol, anunciar su próximo renacimiento. Así pensaba mientras miraba atónito algo en el cielo del Este. Coronado por la Luna en su cuarto menguante y la estrella marciana a su siniestra, una visión de horror me paralizaba, pues existen elementos siniestros que se salen tanto de nuestra comprensión de la naturaleza que al verlos, se desbarata nuestra mente que se come a si misma buscando un algoritmo a seguir, una forma para actuar ante estas siniestras anomalías. Algunos dicen que no hay más primitivo temor que lo desconocido, bueno por esta misma razón es lo nuevo aquello que nos llena de temor. Es lo nuevo sumergir los pies en la infinita laguna negra del Estigia y llenar la vida del caos de todo lo que puede ser, es invocar los siete nombres prohibidos en la eterna noche de Pan. Por tanto esta anomalía existía y rompía con todos los canones dogmáticos que hasta ese día había planteado acerca de la naturaleza, acerca de la realidad, acerca de nuestro lugar en el cosmos y nuestra supuesta relevancia en medio de este jardín verde de existencia donde todo se come a todo.
En el cielo del atardecer se dibujaba una inmenso cubo negro flotando a una distancia siniestra de nuestra superficie terrestre. Ignoto, mudo, girando con una plácida lentitud, lo veía como un punto de absoluto terror en el cielo mientras la gente alrededor mio comenzaba a perder la razón y llorar. ¿Es esto lo que se siente ver a Dios a los ojos?
Desperté en mi apartamento como todos los días, me aliste, me despedí de mi gato Poe y mi gata Babalon, por tanto procedí a la carrera en círculos que comenzaba con mi partida del áureo sitio de placidez en que vivía y tenia su línea de meta con mi llegada de vuelta. En este ciclo diario, en este vaivén en círculos de mi existencia, infinitos deberes y obligaciones me colmarían, ningún derecho per se me recompensaría. Esta es la vida que había elegido, una de un frio des confort constante, una búsqueda implacable de conocimientos prohibidos. Es cierto que la ciencia debería preguntarse a veces si es necesario, si es debido comprender ciertos aspectos intrínsecos de la naturaleza humana. Es cierto que en ciertos casos la mente impone filtros, se apaga a si misma a ciertos descubrimientos y frena el desarrollo de las acciones que suscitan el crudo y avasallante descubrimiento científico. Mi mente funcionaba pobremente de la misma manera, callando y relegando las voces de lo inevitable al ático de mi cerebro, como ocurriría en cierto cuento con los ancianos enfermos de misteriosas radiaciones. Como ocurre hoy día con los enfermos terminales en la casa, que su universo se relega a un cuarto de cuatro paredes donde su familia solo los visita para acordarse de la inminencia de la mortalidad.
El día transcurrió como cualquier otro hasta por ahí de las cuatro de la tarde, cuando mi sucesión de deberes llegaba a su fin. Al menos eso creí. No me dieron explicaciones, no me dieron razones, pues eso pasa cuando se esta al fondo de la pirámide. “Tiene que irse ya, no puede quedarse aquí, su sola presencia en este lugar trasgrede las reglas que recién se han impuesto”. Partía con el estómago aun retumbante por el almuerzo engullido a la carrera. Pocas esperanzas de volver me dieron en las direcciones burocráticas. Me habían despedido a mí y a todos los de mi clase, como hacen con los inexpertos en el advenimiento de cualquier emergencia. La visión de mi sueño aún me atormentaba, pero nunca suele el horror impedirme de realizar mi labor, o en este caso, de suspenderla. No veo noticias, se que las verdades se tuercen con infinita malicia para acomodar la narrativa controladora de autores maliciosos que desean el miedo y la sumisión de aquellos que las miran con la cara sumida en el pavor. Quizá en esta ocasión debí hacer una excepción. Partía hacia mi hogar y notaba los buses vacíos, las calles con escasa gente y paradójicamente los negocios sumidos en el más negro pavor con el ingreso de potenciales clientes. Algo le estaba pasando al mundo y no lograba saber que. Los estados en el transcurso de días se devolvieron a sus discursos totalitarios olvidados y empolvados. La crisis nos hace regresar. El pánico cundió y los estantes se vaciaron, los caminos se vaciaron, la esperanza era un desierto. Los disturbios, los saqueos, la brutalidad policial se volvieron ley. Miraba absorto en la caja negra como pedazo a pedazo se desmoronaba la sociedad. Finalmente vino un mandato, una cruda y brutal imposición que incluso yo aplaudía dada la terrible situación. Así pues asumí el exilio que me impusieron. Ya mis días no eran el correr en una banda sin fin, pero nuevos ciclos nacieron para darle sentido a mí existir. Ciertos manuscritos terribles dieron su luz en mi vida, muchos otros menores nacieron del aislamiento y el contrato con los dioses del caos negro. Por ciento setenta y siete días dormite en estupor enfrascado en mi morada. Por ciento setenta y siete días el mundo se detuvo.
Los mercados cayeron, las industrias fallaron, la naturaleza asomo sus verdes tentáculos de nuevo y lentamente comenzó a recobrar aquello que siempre fue suyo. Yo seguía mirando absorto el fin. Hacia los últimos días de este exilio anómalo no pude contenerme más. Comencé a escaparme por las noches a observar el cielo claro con sus estrellas eternas. Vi con estupor el advenimiento de nuevas constelaciones, a la luz de las cuales verdades oscuras se me dijeron en sueños terribles. Vi la luna coronarse como matriarca insana, unos dijeron que era un buen augurio, pero yo he visto el hermoso y terrible rostro de aquella diosa que nos baña con su brillo plateado en costas infinitas de insondable negrura de las que nadie ha vuelto cuerdo, ni siquiera yo.
Pronto nuevos elementos le daban sentido a mi vida, pronto nuevos nombres cantaba al anochecer. Nuevas visiones asomaban su cara en mis sueños y siempre eran las mismas. Me encontraba en una casa en medio de la ruralidad, en el medio de inmensos montazales y arboles envueltos en alambre de púa demarcaban la propiedad. Oía gritos, que rasgaban la tranquilidad de la noche. Entraba a la cocina y veía las noticias que no recuerdo sus palabras; pero algo en esos balbuceos amorfos me colmaban de terror. Recuerdo que en estos sueños yo imploraba llamar a las ambulancias, pero la inminencia me dejaban pocas opciones; los gritos eran más ensordecedores. Caminaba hacia las habitaciones, donde en una, estaba una mujer con sus piernas abiertas y sus cabellos sueltos y lacios acomodados como las raíces de un árbol en la almohada. Era blanca, y me miraba con sus azules ojos implorando una acción. Sin guantes, algo que en la realidad me colmaría de náuseas, trasgredí su intimidad con su permiso. Un orbe de cabello y humedad rozaban mis dedos, el más oscuro de los augurios. Hasta el advenimiento de la medicina moderna y de hecho muy adentrados ya en su desarrollo, la mitad de las mujeres morían al dar a luz. En mí resignación y mi estupor solo logro salir una palabra de mi boca, un comando terrible ante la luz negra de los eventos que tomaban lugar, era básicamente pedirle que se arriesgara a morir, pero ya el peligro era demasiado inminente para este punto. “Puje”.
Recuerdo la visión de paños ensangrentados que iban continuamente acumulándose en la cocina, la familia me miraba con preocupación y por ningún lugar se escuchaba la sirena de las ambulancias. “Puje, va bien, respire como le enseñe.” Ella continuaba con su proceso, yo intentaba no vomitar ante el anómalo olor de la natalidad. Entre la sangre, entre el dolor, entre la peste del amnios y la placenta, una nueva vida era arrancada del abismo. No recuerdo ver bien al infante, pero sus llantos permeaban toda la casa y eran el único sonido que escuchaba. Tras esto salí al patio a fumar un cigarrillo, tratar de decirme a mismo que tome la decisión correcta. Pronto un nuevo suceso irrumpía la calma que duro tan solo unos instantes.
No escuchaba ninguna voz, pero algo me llamaba desde la insondable oscuridad de la propiedad que colindaba con el patio. Traspase la cerca en compañía de dos hombres vestidos de blanco armados con palos y una linterna. Caminamos por largo ratos sumidos en la oscuridad de la noche en que se asomaban misteriosas estrellas y constelaciones nunca antes vistas. Caminamos temblorosos acudiendo al llamado de auxilio de una fuerza ignota e innatural. Las hierbas nos llegaban hasta la cintura, nos abríamos paso entre maleza y las serpientes temerosas huían a nuestro paso. En medio de la noche un innatural silencio colmaba todo, no había nada a nuestro alrededor. Por largo rato pudimos caminar hasta que vimos un cráter en el suelo que media varios metros de ancho. En su centro, algo innatural yacía. Una blasfema anómala que contradecía nuestro entendimiento de la naturaleza y, si me atrevo a decirlo, de la realidad. En el centro del cráter yacía sin vida un cuerpo megalítico, su forma, su acartonada piel, sus poliposos ojos incontables, las tentaculares extremidades inmóviles no son algo que deba poner por escrito si quiero evadir el internamiento en un asilo. Sin duda el horror me invade aún de solo recordar este terrible y desdichado sueño, una pesadilla en una pesadilla. Me desperté jadeando y sudando frio en medio de la madrugada al ser las tres de la mañana. Me desperté y aún podía sentir el olor de la hierba alta y la ocre peste de aquello que no tenia vida ya. Me desperté y aun la sensación de mis cobijas se confundía con la caricia de la hierba alta. Me desperté pero no sentía haber despertado, solo había salido de un abismo onírico para caer vertiginosamente hacia otro.
Esta era la visión que colmaba constantemente mi mente en medio de ese asedio de temor absoluto que nos enfrascaba a todos en nuestras casas. Las noches las pasaba durmiendo poco y el ciclo circadiano de mi mente se desplazo, termine durmiendo más de día que de noche. Termine escribiendo más del horror que me visitaba en sueños que del horror que corría como una niebla roja por las calles.
Hacia el final de los ciento setenta y siete días, termine saliendo más temprano a escaparme de mi encierro y buscar refugio en el cielo. Por días, por semanas, por meses, gradualmente las estrellas adquirieron nuevas y nada tranquilizadoras formas. Los cielos se colmaban de luces que jamas había visto. Los espectáculos dejaron de ser grabaciones mal hechas con cámaras de celular producto de los más arcaicos efectos especiales y terminaron siendo una realidad casi tangible. Los veía, los astros danzaban en espectáculos siniestros como aquelarres blasfemos dibujados en el cielo y yo los veía atónito todas las noches hasta que el sueño y la inminencia de la vigilancia policial me arrastraban de vuelta al confort tibio de mi vivienda. Por supuesto no era yo el en ver estas siniestras anomalías en el cielo. Pronto los reportes del resto del mundo se hicieron presentes. Vorágines de luz se dibujaban en los cielos en Argentina, Auroras rojas parecían llover hasta casi tocar el suelo en Chile. Ballets oprobiosos danzados por astros locos se veían coronar el cielo nocturno en Brasil. Por supuesto, la deidad que todos hemos erigido y coronamos como el centro de nuestras vidas, el gobierno, callo y miraba con desdén a aquellos que osaban romper el mandato de exilio para mirar los cielos.
Luego, hacia el día último del encierro, a las cinco de la tarde cuando el cielo se dotaba de una aura de fuego, finalmente paso, el acabose que brindaría el fin a una era, el suceso que marcaría el último episodio en la historia de la humanidad.
Un retumbo titánico colmo el ambiente, el sonar de un millar de trombos, la rasgadura de un velo, la ruptura de doce sellos. Un sonido comparable con el grito agónico de una humanidad en penurias ensordecía a todos. Se escucho en las infinitas esquinas del mundo, enloqueció a un millar de personas. Doscientas veintisiete iglesias ardieron en llamas. Doce mil personas se inmolaron en las calles. Era el comienzo del fin. Yo era docto en las doctrinas de la mente, yo era docto en el arte prohibida, siento que eso y las medicinas que tomaba fueron lo único que me salvo de la insanidad. Tres horas después del retumbo, mientras la humanidad separaba sus funciones entre sanar enfermos, enterrar muertos y buscar como sanar la epidemia de miedo que acababa de aflorar, vino el episodio final de esta realidad; pues la realidad no es nada sin nadie quien la admire.
Un mudo impulso me llevo a salir, prendí un cigarrillo y mire el atardecer. Se sentía como vivir un sueño. En el Este se veía imponente la Luna plateada coronando el cielo encima del aura roja del atardecer. “INRI” me dije en voz baja, se sentía correcto, como algo que ya había hecho. Luego vino un nuevo y terrible retumbo, uno que rasgó los nervios de los animales y los vi por tanto huir hacia un punto insospechado exentos del alcance del hombre. Una vorágine furiosa de luz se arremolinaba siete grados por debajo de la Luna. Sin otro sonido más que el retumbo inicial, sin más aviso que aquel que viene narrado en los manuscritos Pnakoticos, eso vino a nosotros. Un inmenso cubo de obsidiana se encontraba placidamente flotando en el cielo del Este, coronado con la Luna y a si siniestra la estrella marciana. Un retaso insospechado se había inmiscuido en nuestro mundo proveniente de las más extrañas dimensiones del espacio. La zozobra me invadió. Una vecina lloraba de rodillas a mi lado mientras cantaba los himnos de su dios moribundo con las manos alzadas al cielo. Otra vecina se enclaustro en su apartamento y escuche dos retumbos y vi dos lumbreras salir de su apartamento. El sol caía por última vez para nosotros, el ocaso de la humanidad. Cuando la Luna fue el astro mayor finalmente, se le veía bañar siniestramente al cubo megalítico, dotándolo de un innatural brillo pálido. Una formación de V rasgo el cielo, eran las lumbreras de aviones de combate de la fuerza aérea de un país que debió gastar más en salud y doctores de lo que gasto en armas. Los vi volar todos en formación hasta que un retumbo los tiro del cielo como moscas. Uno a uno empezaron a caer, luego aprendería que el único piloto que sobrevivió se arranco los ojos con los dedos y se corto la lengua con los dientes, no obstante las catecolaminas encontradas en su sangre databan de un horror terrible y anómalo que rompió su mente. La noche paso intranquila mientras el mundo veía atónito como el cubo negro flotaba en la inmensidad del cielo, demasiado largo para que algo siquiera se pudiera acercar. Con el vaivén de las horas mis pies se cansaron, mis ojos ardían. Poco note el pasar de las horas y pronto era casi media noche, había desperdiciado la noche entera viendo al ente flotar taimado en el cielo. Lo veía mutar extrañamente, como si estuviera compuesto de una infinidad de piezas móviles. Tres días duro en el cielo, tres días estuve atónito viéndolo. Poco sentía el hambre o el cansancio, en mi mente solo existía la zozobra más pura de ver lo desconocido pulular casi tangible sobre los cielos. En el atardecer del tercer día vi lo que parecía una lumbrera provenir de lo ignoto. Una luz cegadora me envolvió y finalmente mi penuria hipnótica termino, a sabiendas que el mundo también se había detenido por completo.
Desperté en medio de una innombrable negrura, tocando un suelo duro y metálico inmerso en la nada, el frio penetraba mis huesos, el aire era una atmósfera densa e impura. Pronto empece a escuchar cuchicheos en lenguas ignotas, como gorgoteos con un ignoto sentido, pulsares y vibraciones casi audibles, veía por momento pequeñas luces amarillas destellar como luciérnagas en frecuencias similares al morse. Algo hablaba y no lo podía entender. Súbitamente una luz blanca se alzo sobre mí, era brillante como el sol pero concentrada enteramente sobre mí. Una fría y tenue fosforescencia se cernía en un punto distante en el vacío, comencé a distinguir figuras. Luego otro retumbo sacudió el espacio en que me encontraba, esta vez sonaba feroz y metálico, entonces lo supe. Estaba dentro del Cubo Negro. Las figuras se volvieron más claras, era un coro anómalo de un millar de figuras encapuchadas de negro, por momentos se asomaban retazos de lo innombrable de entre las vestiduras y una certeza maldita me colmo: no eran humanos. Un canto se empezó a entonar, una cacofonía de voces extraterrestres dictaba un arte en lenguajes ignotos y prohibidos pero parecía reconocer su proceder. Hay libros que narran lo prohibido, obras siniestras escritas con sangre por hombres que han visto más allá del velo y lo que descubrieron los dejo locos, catatónicos pero al lado de manuscritos terribles que detallaban el coro que observaba. El sonido de flautas anómalas colmo el aire mientras los guturales cantos empobrecían mi cordura. Finalmente, en un crescendo siniestro e inaudito que me hizo perder el control de mi cuerpo y caer de rodillas, una nueva figura se alzo. No lo puedo detallar por escrito con certeza. Su cuerpo era como una túnica amarilla o dorada, una pieza solida con ojos negros parecía esbozar un rostro o una mascara. Tras de si se adornaba con unos apéndices dorados que terminaban en ojos, muy similares al hermoso plumaje distendido de un pavo real. Entre los ropajes de carne se alzaba un apéndice, similar a un brazo pero terminaba siniestramente en una multitudinaria maraña de tentáculos. Con un gesto hizo callar al coro.
“Humano, se te ha condenado a ti y a todos los de tu clase del más oprobioso de los crímenes contra los entes celestes: Deicidio.”
No podía hablar, la atmósfera era malsana, no era aire, ni siquiera estoy seguro de que estuviera respirando. Concentre mi intención y en el diálogo sacro de mi mente proferí un grito feroz.
“Condena, pero no he visto ningún juicio alzado ante nosotros. ¿Dónde está la evidencia? ¿Dónde está el cadáver? Magna osadía es la de hablar de justicia cuando no hemos podido ni siquiera argumentar.”
El oprobio se hizo tangible cuando ose con mi mente dialogar.
“El juicio se presidió desde antes que naciera el cosmos. El crimen se cometió en la mitad de su historia. Nosotros somos hoy pues, quienes llevan a cabo la sentencia de los culpables.
El coro se alzo de nuevo con un canto terrible que solo decía en tonos cacofonicos y dismales: “Culpable”
“¿Quiénes son ustedes para alzarse contra nosotros?”
Dije con la máxima soberbia que pude, la misma soberbia que caracterizo a mi especie por todo el tiempo que existió.
“Yo soy el avatar del tiempo, el padre de todo. Aquel que yace soñando en el vacío un cosmos en que ustedes pululan como gusanos engordándose para ser devorados. El tiempo se come todo lo que es, todo lo que fue, todo lo que será. Hoy es hora de engullir a la humanidad, de darle la más sacra eutanasia a un error que jamas debió ser. Negros entes los dotaron de dones siniestros que atentan contra todo el orden del cosmos, por tanto no deben seguir existiendo.”
“Sentirse intimidado por el hombre es, para el mismísimo tiempo, como un niño temiéndole al grano de arroz que va a engullir. No conozco al dios que según ustedes mi especie mato.”
“Claro que si, tras oprobiosos protocolos insantos has arrancado visiones del pasado, del futuro, del presente. Has desordenado la tela que en mi sueño con esmero he hilado. Te odio. El ente que mataron, el que has visto nacer y morir en tus sueños anómalos dotado por el poder del caos negro, es ningún otro que mi hijo unigénito. Rasgue la realidad para concebirlo, quebrante leyes dentro del consorcio divino y todo para nada. Fue muerto por los hombres que tan solo recientemente aprendieron a medirme con sus relojes.”
Reconocía entonces la figura de mi sueño. Sabia que no podía pedir perdón a nadie por el oprobioso crimen que se cometió generaciones antes de mi nacimiento. Callé.
“La sentencia es por tanto impuesta.”
De sus ropajes/carne lo vi sacar un libro negro con bordados dorados de extraños símbolos. No podía leerlo, pero sabia que ese era el libro de la vida de toda la humanidad. En la página número ocho mil millones estaba abierto. Con una daga de obsidiana rasgo el vientre de uno de sus amorfos tentáculos y vi verter sangre dorada. Usando el tentáculo como pluma lo vi escribir un símbolo en el libro. El Gran Símbolo, aquella runa de innombrable horror que Chambers vio en siniestros sueños infundados por opios oprobiosos. Tras la escritura lo vi voltear el libro hacia mí y pude reconocer por fin lo que escribió: El Símbolo Amarillo finalizaba la ultima pagina del Libro del Hombre. Un nuevo retumbo colmo el ambiente, no era el sonido metálico y enfermizo del Cubo Negro, era la blasfema ovación del coro siniestro de sus mil arcángeles, su corte imperial de cósmicas proporciones. Aquellos que por voluntad perdieron su brío, su alma, su mente, en adoración a un dios moribundo que con desespero requería soñar un hijo con alma que lo sacara de su sueño y poder por fin rasgar las membranas de su espacio de caos infinito para poder esparcirse como una enfermedad por todas las dimensiones. Había perdido su oportunidad en manos del Hombre, por tanto ahora nosotros perderíamos la vida. Ante la desesperación, ante las tonadas sin nombre del canto siniestro, me desvanecí. Volví a soñar, pero sabia a toda certeza que lo que soñaba pasaba afuera del Cubo Negro.
Era de mañana, en un bus que recorría las atestadas autopistas de mí país. Un kilometro por hora seria acorde para describir la velocidad a la que se movía. En el autobús, una madre acurrucaba a su hijo mientras le cantaba canciones de cuna para que dejara de llorar. Finalmente una imagen familiar, había despertado de mi sueño pensé, vuelvo a mi hospital favorito, pensé. En media carretera empece a ver caminar a decenas de personas, luego a centenas. La gente dejaba sus automóviles detrás mientras continuaba el ignoto camino hacia la nada. Yo no me baje, la madre y el niño quedaron pasmados ante lo que veíamos, mientras el resto de los pasajeros abandonaron el autobús. Luego lo vi, perdí toda noción de normalidad, abandone la idea de que mi vida volvía a ser como era antes. El Cubo Negro seguía flotando en el cielo, quizá nunca dejo de hacerlo y un día solamente decidió dejarse mostrar. Un haz de luz negra cayo al suelo como una columna en un punto insospechado de la superficie. Así es arriba como es abajo. Una sola palabra colmo mi mente cuando sentí el temblor que sacudió la tierra y la honda expansiva agito el bus: Sentencia.
Por unos segundos tuve paz, por unos segundos nada ocurrió, luego comenzó el fin. Una aurora comenzó a bañar la tierra como una nueva onda expansiva de siniestras intenciones. La gente comenzó a alterarse, bañada por el escarlata color que teñía ahora el mundo. Sus ojos se convirtieron en dos lumbreras rojas. Sus bocas emitían una roja espuma de burbujas de locura. Los vi desde dentro del autobús morderse a si mismos, comerse el rostro unos a otros. Se alzaba frente a mí una blasfema orgía de sangre y locura, la ira nublaba sus mentes mientras gruñían, arañaban comían y vomitaban. Se mataban a si mismos, se mataban a otros, mataban y consumían. Eran ahora la caricatura de lo que un agente externo esbozaría si nos viera torpe y ciegamente desde un punto lejano entre las estrellas. Corrieron muchos hacia el autobús, comenzaron a arañar las ventanas, a chocar sus cabezas contra la puerta que apenas unos instantes antes yo cerré tanteando las palancas y botones. Solos los tres ahora enfrentábamos la hecatombe final del hombre, mientras los vidrios comenzaban lentamente a ceder y las personas escalaban unas sobre otras para treparse en el autobús. Es raro como mi mente por momentos permanece calmada ante estas situaciones y añade su fervor científico a incluso este, el fin del mundo. Me parecía entonces muy curioso que tras el advenimiento de la aurora escarlata la dama, el niño y yo permaneciéramos sanos. Me acerque a la cabina para intentar iniciar el motor del autobús, para largarme de este terreno muerto a un punto exento de los humanos pues ahora nuestra última hora se alzaba. El fin de la especie venia a nosotros como una orgía de sangre negra, la humanidad era ahora una serpiente mordiendo su propia cola y comiéndose a si misma hasta morir toda. Estas cosas pensaba mientras aceleraba el autobús entre cuerpos y sangre, mientras el parabrisas empezaba a ceder ante los golpes y se empañaba con la sangre fresca de cráneos rotos. Luego un estornudo proferí, por tanto vi empapar el parabrisas una niebla roja que me colmo la boca de un sabor metálico. Pase mis dedos por mis labios y un grito de horror, volví a ver a la dama y le suplique que me matara, pues en mis dedos había espuma escarlata.
Así fue para el fin del hombre. Así fue para mí el último día de la humanidad. Desperté. Jadeando y sudando frio, intranquilo y al borde del llanto como un niño. Media hora tarde me desperté y por tanto la prisa colmo mi vida. Me despedí de mis gatos y me fui a mi hospital favorito a recibir clases. Ahora tenia la sospecha de estar en efecto, despierto. Ahora continuaba con mi vida tras una pesadilla inmersa en otra pesadilla, un sueño que espero nunca llegue a convertirse en realidad. Un eco proveniente del abismo negro de lo intangible, del vientre del ánima. Una ordalía siniestra que aun hoy colma mi cuerpo con un pavor casi palpable y me sume en la más avasalladora de las tristezas. Digo esto, deseando que no ocurra, aunque en el aire se sienten sutiles cambios que me generan el más negro pavor. Veo la sociedad colapsar a mi alrededor mientras me exilio, veo la violencia volverse la norma, veo la enfermedad pulular taimada. Nuevamente, igual que en mi sueño, siento ver el fin de todo lo que es, mientras la lumbrera de consciencia en esta apagada roca sumida en el cosmos amenaza con apagarse.
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