No Releer
La sala de espera es fría, los asientos incómodos. Todo está iluminado con la artificialidad de lámparas fluorescentes y Eduardo Cárdenas percibe una hostilidad innegable en medio de la esterilidad del ambiente del hospital. Una voz sin ánimo llama su nombre e indica la puerta número siete. Interrumpe el tren de sus pensamientos que tanta fatalidad lo llevan a arrastrar consigo. Se detiene ante la puerta y toca tres veces. A todas luces esta es una experiencia familiar, recurrente, tiene la certeza de haber estado aquí antes y haber escuchado la misma voz incorpórea. Se pregunta cuantas citas ha tenido, cuantas citas tendrá de nuevo. Parado frente a la puerta de madera pintada de blanco con un letrero azul con número blanco revisa su reloj dando las 10:30. Una voz del otro lado de la puerta dice: “adelante”, una voz que cree recordar. En el consultorio divisa varios títulos en la pared, un escritorio de madera adornado con detalles simples pero estéticos, una computadora encendida proyecta el aura de su luz reflejada en el vidrio de los títulos enmarcados. Observa dos sillones cómodos de cuerina, reclinables, se sienta en el sillón vacío de frente a su médico. Separando a ambos hombres hay una mesa pequeña con una máquina extraña cuyas luces y botones lo distraen por un momento, Luce como un cerebro humano con lucecitas de LED colocadas en diversos sectores, importantes áreas topográficas que desempeñan un rol fundamental en el comportamiento, lenguaje, percepción y pensamiento del hombre. Del tallo emergen dos cables gruesos conectados a gorras de electroencefalografía. Eduardo reconoce elementos familiares en esta visión, la recurrencia eterna de citas iguales una a la otra en las que no ve progreso alguno.
Las preguntas son las mismas, los medicamentos no cambiaran su dosis, Eduardo adivina las decisiones que se tomaran a continuación, dicen que los médicos son los peores pacientes y no se hace tal afirmación en vano. El médico pregunta si las voces han dejado de hablar, Eduardo con un gesto de tristeza palpable dice que no, han disminuido al punto de solo musitar frases o palabras únicas pero afirma reconocer claramente cuando las voces son reales y cuando no. Sabe que a continuación las dosis de medicamentos van a aumentarse, piensa por un momento que ha dicho algo que talvez era mejor guardarse para si. El médico deja de lado las preguntas típicas de anamnesis y por vez primera lo mira directo a los ojos, le pide que se abra, que comparta las ideas que tan visiblemente lo angustian.
“He estado pensando en la naturaleza del tiempo. Ese ciclo continuo de recurrencias infinitas expandiéndose en el vacío, el eco espiral de eventos que transcurren con importancia superflua producto de probabilidades que en muchos casos escapan al escrutinio de nuestra razón. Así como ya he divagado antes sobre la consciencia, ahora entiendo que es momento de declamar ampliamente sobre este ciclo de eventos y percepciones que por mucho me agobian. No podemos cambiar el ciclo en el que estamos, atados con cadenas invisibles de condicionamientos y predisposiciones solo nos reducimos a actores recitando nuestras líneas una y otra vez, por siempre. El libreto cambia, ha cambiado, cambiará, pero se sabe que el teatro es el mismo, siempre de pie sobre la montaña que forman aquellos que fuimos, inmersos en un entorno predeterminado, solo recitamos lo que se desea que recitemos a lo largo de una vida cargada de frivolidades. Una y otra vez.
Pasado, Futuro, son tan solo abstracciones de la mente consciente, lo único palpable es ese instante en el que todo se percibe simultáneamente, el cerebro recibe los mensajes y emite respuestas en torno a sus maquinaciones, pero a fin de cuenta a veces ni nos percatamos o preguntamos sobre la multiplicidad de sucesos que nos llevan a un punto determinado, solo estamos. ¿Cómo podríamos por tanto, saber que no somos tan solo personajes en una gran obra que se inicia en un punto determinado, un cuento que inicia con las palabras “había una vez” y termina con “felices por siempre”? Una narrativa que ni siquiera esta dentro de nuestras mentes, sino que se fabrica como las abstracciones de otra mente. Un sueño en el que somos actores interpretando un rol que se reinventa con cada lectura del libro. Un ciclo de absoluta predeterminación donde ni nosotros ni el que percibe nuestras cavilaciones tiene voz alguna en el transcurso de los eventos. Un cuento corto en un libro gastado de tanto leerse que ojos inquietos recorren para decodificar las palabras y sus infinitos significados extrayendo del documento una nueva percepción. Digo: ¿Cuántas veces habré conversado ya de esta forma, cuantas veces habré tocado en esta puerta, cuantas veces me habré sentado en esta silla? No puedo evitar preguntarme que provecho podría sacar alguien de ciclar una y otra vez en la misma historia sin ser capaz de cambiar un solo aspecto de la historia, un evento, un objeto, tan solo un punto o una coma en el akashico manuscrito que traduce toda la infinidad de sucesos en nuestras vidas. Luego me pregunto, si esto es así, si ya esto ha ocurrido una infinidad de veces, por que no logro recordar el final de esta historia. ¿Será a caso que el autor improvisa sobre papel eventos y percepciones que ni EL conoce su desenlace? Si fuéramos abstracciones de una mente, no me parece ético manifestarnos, ponernos a sufrir los mismos eventos una y otra vez con el único propósito del ocio, mantener una mente ocupada con las vidas de personas que aun siendo productos imaginarios, sienten, viven, existen y lloran amargamente con el siniestro de una vida. ¿En este contexto: soy consciente o solo digo lo que una fuerza mayor quiere que diga? He leído los libros que siembran la semilla de mis reflexiones o tan solo repito lo que alguien más quiere que diga?”
Eduardo se sienta en silencio por un momento, en su corazón espera las inyecciones de fármacos de los que es acreedor tras esas afirmaciones.Ya sabe lo que viene, será por que ya lo ha vivido o solo por que comprende el algoritmo de manejo en pacientes de su naturaleza? Eso no importa tanto en realidad, desde afuera no hay diferencia y si no expresa su conocimiento del futuro, es igual que si no lo tuviera.
No obstante, su sorpresa es magna cuando en vez de inyectarle los aturdidores de consciencia, el médico le hace un gesto para que se ponga una de las gorras de electroencefalograma que hay en la mesa, conectadas a la máquina que le resulta muy poco familiar. Comienza a ver las luces de LED parpadear en el cerebro de metal reluciente, se marea. Escucha ruido blanco, un sonido que le aturde las ideas. Súbitamente comienza a ver un aura de colores en torno a todos los objetos del consultorio, el soporte de cristal de la máquina metálica comienza a tener un aspecto extraño, fluido, como liquido esclavizado para mantener una rigidez anómala. Vuelve su mirada a sus manos que al moverse dejan el aura de su movimiento, como un fantasma que por momentos se sale de su cuerpo para volver con cada movimiento. Todo lo que ve comienza a tener un aspecto pixelado y comienza a marearse, se siente cansado. La fatiga lo desborda, lo supera, lo vence y finalmente cierra los ojos. Inmerso en la oscuridad comienza a oír ecos de sus declamaciones, fragmentos de discursos políticos que reconoce bien, fantasmas de grabaciones que ha escuchado. Vuelve a abrir los ojos.
Eduardo se encuentra en un bosque, los arboles altos parecen tocar el cielo. La luz del sol deja pilares rojizos de fluorescencia fría. Camina junto al médico por largo rato sin rumbo definido, empieza a notar entre la espesura de los árboles edificios derruidos carcomidos por el tiempo, abrazados por enredaderas, vencidos por la maleza. Entre los senderos cubiertos de hojas secas y amarillas nota parchones desnudos de asfalto. Las carcazas de automóviles con sus ventanas rotas y chasises oxidados saturan su vista. De entre la visión inicial de un bosque ahora se levanta la vista de una ciudad derruida y carcomida por el tiempo, una ciudad que el conoce muy bien, una ciudad que el habita. El cielo azul comienza a despuntar una que otra estrella solitaria y la luna se alza inmensa y llena en el cielo, tocada por las copas de árboles gruesos y edificios en ruinas.
“Venga, hay que apresurar el paso” dice el médico con tono autoritario pero no hostil. Caminan entre las calles desvencijadas de esta urbe vencida por el tiempo y la naturaleza, escalan colinas, se sumen en valles. Ven parques vencidos y reclamados por la vida que una vez intentaron enfrascar y esclavizar. En uno de estos parques hay un claro y lo recorre un riachuelo claro de agua cristalina y helada. Eduardo recoge un poco de agua con sus manos y la bebe, frente a él, se observa la plácida figura de un venado completamente negro con cristales azules emergiendo de su pelaje. Sus ojos enfrascan la plata de la luna y sus cristales azulados brillan con la fluorescencia pálida del cielo al borde del anochecer. Una visión hermosa para Eduardo, pero el médico hace un gesto de disgusto palpable con su rostro. Apresuran el paso.
En el centro de esta urbe derruida se dibuja, apenas unos doscientos metros de distancia de ellos, un hospital en ruinas pero con sus pálidas luces blancas aun en funcionamiento.
“¿Hacia allá nos dirigimos?” pregunta Eduardo.
El médico asiente, pero le dice “¿Es allá hacia donde querés ir?”
Eduardo afirma y los dos se dirigen ahora al edificio que reconocen muy bien. Es el mismo hospital donde uno trabaja y el otro recibe atención. En el edificio no hay nadie, pero se escuchan los ecos de una jornada implacable ocurriendo, pacientes sufriendo, médicos vociferando y conversando casos, dando ordenes e imprimiendo solicitudes, enfermeras atendiendo y conversando entre ellas. El trajín que para ambos es muy familiar. Todo esto se escucha, pero nada se observa. El lugar luce abandonado y una silla de ruedas tirada en el piso volcada, papeles olvidados y una que otra lámpara colgando del cielo raso les recuerda el abandono innegable de este lugar.
Eduardo sabe lo que significa esta visión, ya hace dos años no es capaz de ejercer su profesión y lo que era una vez las bases de su ejercicio ahora son un puñado de ecos olvidados, pródromos de la vida que pudo ser. Deciden subir a los quirófanos. Mientras pasan por los pisos y salones de hospitalizados los ecos cambian. Un sin fin de camas lucen cadáveres calcinados, cada uno con un nombre que Eduardo recuerda bien, fueron sus pacientes en algún momento.
“¿Qué es todo esto?” pregunta Eduardo un poco alterado
“Estamos dentro de vos mismo, atravesando las capas de tu mente que se desenvuelve como un fractal abstracto más allá de tiempo, libre de las leyes del espacio y la normalidad.” Le dice el médico con un tono frío.
“Me lo imaginaba, pero no entiendo el porqué. No comprendo que preguntas intentamos resolver. Tampoco estoy seguro de que sean preguntas a las que quiero respuesta.”
“Eso tan solo lo vas a saber al final de este viaje.”
Piso tras piso subieron hasta la cumbre del hospital hasta emerger en el frío sepulcral de los quirófanos. En una de las mesas de operaciones Eduardo se acostó y comenzó a recitar un mantra que ya conocía. Cayo en un sueño profundo.
Eduardo abre los ojos, está en la sala de espera del hospital, ve la hora:10:30 am. Las sillas son incómodas y la sala blanca brilla pálidamente bajo la fluorescencia fría de las luces. Una voz llama su nombre y el la interrumpe: “si, consultorio siete, gracias.” Toca la puerta y el médico adentro le dice que puede pasar. Eduardo ya ha estado aquí, en este momento no sabe por qué pero sabe que su intuición es inconfundible. Recuerda sus reflexiones sobre la recurrencia y entiende súbitamente en que está inmerso. Sus manos empiezan a temblar y una agitación palpable lo envuelve. Ve la maquina en la mesa entre los sillones y la bota, el cerebro metálico se rompe en mil pedazos y el médico vocifera furioso. Eduardo se comienza a marear, hiper ventila. Siente su corazón latir a mil por hora, luego todo empieza a verse borroso, le duele el pecho y se lleva las manos al esternón. Cae inconsciente.
Eduardo abre los ojos de nuevo, está en la sala de espera, sabe que son las 10:30 y se pone de pie frente al consultorio siete sin que la secretaria le indique, toca la puerta. El médico le indica que puede pasar y el lo hace. Antes que el médico pueda siquiera saludarlo le dice con un tono alterado:
“Esto ya paso. Ahora pasa y luego volverá a pasar.”
El médico se altera y le pregunta una serie de preguntas, Eduardo a todas luces no se ve bien, el lo sabe. Vuelve a recitar sus pensamientos sobre el tiempo y esto alarma aún más a su médico; quien sale un momento, llama el nombre de una mujer y vuelve. Por un momento se mantiene escuchando a Eduardo mientras este le cuenta el uso que le da a la máquina y su aventura por los recovecos de su mente. El médico le amplia el panorama. La maquina en efecto es un prototipo, capaz de sumir a los usuarios en un viaje que permite el auto conocimiento y procesos psicológicos que, para simplificarlo, es afín a la iluminación, aunque sus efectos adversos en la mente aún se desconocen; por tanto no es algo que utilizaría en un paciente. Eduardo se conmociona.
“Pero nosotros ya la usamos.”
El médico pone un gesto en su cara de absoluta perplejidad. Una enfermera entra al consultorio con dos jeringas, administra los medicamentos en el glúteo de Eduardo, se sienten aceitosos, duelen, pero no tanto como le dijeron en su formación que duele la penicilina. Se comienza a sentir embotado, somnoliento, Eduardo es escoltado con un asistente de pacientes a una ambulancia, no le han dicho nada pero el ya sabe a donde va, lo sabe por qué es a donde mandaría a un paciente si le dijera las cosas que el dijo en ese consultorio. La ambulancia se detiene adentro del Hospital Psiquiátrico, el asistente de pacientes llena unos papeles con el expediente que llevaba y Eduardo entra a Triaje donde es interrogado, tras ser llevado con un Psiquiatra es escoltado a observación mientras se decide su mejor manejo y el ala de su internamiento final. Se sienta frente al escritorio de enfermería al lado de otro paciente. Conversan. El otro paciente le da una mala espina, va al baño. Al volver el paciente tiene unas tijeras afiladas con las que realiza tres cortes en su brazo mientras amenaza al personal de enfermería quienes inmediatamente llaman a seguridad. Perplejo, Eduardo no logra reaccionar cuando el otro paciente salta sobre el y lo apuñala repetidamente en el cuello. Se desangra, aplica presión en sus heridas pero el otro paciente no deja de picotearle las manos con las tijeras, seguridad llega y neutraliza al paciente. A Eduardo le duelen demasiado las manos para poder aplicar presión adecuada, su mente divaga, se siente somnoliento. Justo en el umbral de este que sería su último sueño, Eduardo ve un venado negro y hermoso en medio del salón, tiene cristales azules que emiten un pálido brillo incrustados en su carne y sus ojos enfrascan la luna. Su cornamenta es inmensa y discurre como arterias o las raíces de un árbol, quizá similar a las hifas gruesas de un hongo. Eduardo pierde las fuerzas y cae.
Abre los ojos. Está en la sala de espera del hospital, frente al el venado se para imponente y lo mira directo al alma, pero al parpadear este desaparece. Son las 10:30 am, una voz lo llama al consultorio siete. Una voz lo llama adelante antes que pueda tocar la puerta.
Eduardo recuerda el libreto de su vida, lo dice a la perfección. Contesta las preguntas de anamnesis, cavila sobre el tiempo, se pone la gorra de electroencefalografía conectada a la máquina. El médico está sorprendido, pero no se alarma y comienzan juntos el sueño dentro de su mente. Recorren el bosque de la ciudad corroída hasta el parque con el riachuelo, El venado negro aparece de nuevo y sacude su cuerpo dejando caer gotas de rocío y cristales diminutos en el suelo. Eduardo se acerca afanado por la visión, el venado se torna hostil retrocede unos pasos y salta mientras el otro camina entre las aguas mojándose los pies, pero a ojos del médico no parece importarle.
“Eduardo aléjese de esa cosa. No debería estar aquí.” Le dice su médico con tono autoritario. Eduardo desobedece. Eduardo se acerca y mira profundo en los ojos del animal, este se detiene un momento para alejarse caminando muy despacio.
“Hay que seguirlo” dice Eduardo.
“No, esto es un artefacto, un error del sistema, no debería estar aquí, la maquina no reproduce el contenido de la psique de manera fantasiosa, se supone que todo debe ser lo más apegado a la realidad para evitar psicosis en el usuario.”
“Muy tarde para mí” dice Eduardo.
El médico se estremece pero acepta seguir al venado junto con Eduardo. A paso lento continúan, cautelosos, sus respiraciones se vuelven someras y sus pasos cautelosos; de las entrañas de sus instintos emerge el pulso primordial de un cazador y asechan su presa sin saber que esperar de la misma. Por varias cuadras carcomidas por bosque persiguen a la entidad hasta que el médico prosigue con su orden de abandonar la búsqueda.
“Ya basta, esto no lleva a nada Eduardo.”
Eduardo ignora el comando y prosigue, apresura el paso, se acerca más. En una intersección, bajo un semáforo en rojo que baña con su luz el pavimento agrietado y la maleza incipiente el venado se detiene. La luz intensa rojiza tiñe sus cristales de un púrpura intenso pero sus ojos son inmunes al brillo que esclaviza el ocaso. Eduardo se detiene, sus pasos se dirigen con lentitud a acercarse a la aparición. Siente una voz en su interior.
“Desconfía del médico.” Le dice un susurro casi audible mientras el venado lo mira directo al alma. Ambos retroceden, el venado cambia su postura y se lanza a correr tras Eduardo a quien embiste y traspasa con sus inmensas astas. Eduardo es vencido nuevamente por el gélido abrazo de la muerte.
Eduardo abre los ojos, está en la sala de espera. Son las 10:30 y procede a su cita. La anamnesis transcurre mientras responde distraída y automáticamente a las preguntas, omite su retahíla sobre el tiempo, un letal germen de fatalidad y desconfianza oprime su pecho. Se coloca el gorro de electroencefalografía y esta vez, antes de caer en los brazos morfémicos de la inconsciencia nota algo que no vio antes. Su mirada se pierde en los ojos del médico, un gesto enfermizo y un brillo inaudito colma su mirada, corrompe su rostro. Por poco puede ver una sardónica risa comenzar a formarse en su rostro mientras su pecho tirita con hilaridad silente.
Nuevamente en el bosque. Nuevamente caminan hacia el hospital, esta vez sin distracciones.
Recorren los pasillos y la punzada directa al alma de observar los cadáveres postrados en las camas de hospitalizados le carcome sus emociones, cada vez que visita este sector su cordura se retuerce herida y se deteriora.
Llegan juntos al quirófano y antes de postrarse en la cama Eduardo deja de lado su cooperación abúlica.
“Es la maquina, la maldita maquina me tiene prisionero en mi propia mente.”
“Es una forma de verlo Eduardo, pero ese es el objetivo de todo esto, tu realización personal. Juntos vamos a desenterrar los esqueletos en el armario de tu consciencia y vamos a romper el ciclo de traumas que te atormentan.”
“No, esto ya lo viví, es un ciclo inaudito de infinitas repeticiones.”
“Si, así funciona el trauma. Repetimos el daño hecho sobre nosotros, reiteramos las experiencias de las que debimos aprender inconscientemente y de manera absolutamente irresponsable para quitarnos la culpa llamándole destino, llamándole voluntad divina. Tu soliloquio previo a la experiencia deja claro que tenés una idea aunque sea parcial de este proceso.”
“Yo no le he hablado en este ciclo de ese tema.”
La mirada del médico cambia, sus ojos se abren de par en par ante un gesto de inconfundible sorpresa.
“¿Por qué estamos paseándonos por este hospital?” dice el médico intentando cambiar de tema, recuperar la batuta del proceso.
“Aquí ocurrió la desgracia que arruino mi vida.”
“Aquí tomaste la decisión que cambio tu vida drásticamente.”
“Yo no tome ninguna decisión, solo...paso.”
“Eduardo, entiendo tu postura determinista con la conducta humana, pero el hecho de decidir o no a fin de cuentas no te exime de responsabilidad.”
“Ya basta.”
“Muéstranos que ocurrió.”
Eduardo retrocede y se coloca del lado contrario de la mesa de operaciones, dejando que esta separe al médico y al paciente. Los pensamientos de Eduardo comienzan a verse tangibles en ese frío quirófano, su monólogo interno se graba escrito en las paredes del cuarto, el frío que impregna el ambiente se magnifica, dejando caer sobre el suelo cristales de hielo. Un aura negra envuelve al médico y este se toma un momento para examinar sus manos ante este brillo anómalo. Eduardo recuerda, súbitamente están en el ala de emergencias. Lentamente el bullicio audible del trajín sin fin se transforma. Primero sombras, luego personas abarrotan el ala. Ve médicos llamando a sus pacientes a consulta, las camas de observación colmadas de pacientes sufriendo, otros tantos sentados con heridas y fracturas. Eduardo se conmociona, pero no pierde su postura. Ve una anciana postrada en una camilla y se acerca a ella, una sonda foley baja de entre las sabanas cargada de un espeso liquido rojizo, en la bolsa colectora ve una mezcla malsana de pus y sangre que impregna la orina de una consistencia viscosa y absolutamente patológica. La anciana lo mira a los ojos y dice unas palabras inteligibles. Eduardo intenta tomar su mano y esta no logra enfrascarse entre las suyas. Intenta tocar su frente pero su mano se hunde traspasando la cabeza de la pobre señora.
“Son sombras, a fin de cuentas todo este espectáculo no es más que luces y sombras proyectadas en tu mente Eduardo.”
Se reincorpora, vuelve su mirada y observa con detenimiento una de las puertas de consultorio. Tras ella emerge una figura familiar, un médico con vestimenta arrugada y ojos tristes, barba descuidada y un estetoscopio negro, su estetoscopio negro. Eduardo de inmediato se reconoce y corre abalanzándose sobre su recuerdo, traspasa la sombra e ingresa al consultorio. En la computadora lucen los nombres de los pacientes en fila a ser atendidos en una lista. Eduardo reconoce la situación, recuerda su hambre, recuerda el sueño que lo sacude tras días y días de no haber dormido. En el basurero hay una bolsa de papel y una lata de bebida energética. Su cena. Tras el llamado su sombra se sienta en el escritorio y tras él ingresa un anciano que sostiene con sus manos su esternón. Antes de iniciar el interrogatorio acerca una máquina de electrocardiograma a la mesa de observación, pero el cansancio lo corroe, se siente débil. Un suspiro agónico emite Eduardo, el recuerdo, mientras cae desplomado al piso. El paciente ve esto y se conmociona, se asusta. Sus manos temblorosas son llevadas a su boca, se incorpora y trata de asistir a su médico, que se levanta lentamente para ver a su paciente jadear y retorcerse en el suelo. Cae en shock inmediatamente y expira en el lugar. Un grito terrible colma el aire, entran corriendo enfermeras y colegas. Toman sus signos, nada. Eduardo se arrastra entre las lozas y se acerca a su paciente, comienza compresiones torácicas a vista del perplejo equipo. Tres ciclos después sus signos siguen mudos. Se ha ido.
Ya no están en emergencias, el médico y Eduardo están observando como fantasmas pálidos en una oficina mientras un anciano grita y vocifera sobre responsabilidad y compromiso. Eduardo recuerda la conversación, es lo que lo mantiene despierto por las noches, es lo que lo incapacita cada vez que intenta retomar su práctica. Una lágrima solitaria cae del ojo del eco de un recuerdo maldito. Eduardo no tiene que recordar la culpa, no tiene que recordar la frustración, no tiene que recordar la impotencia; estas aún pululan en las vísceras de su corazón.
“Este es el trauma, aquello que me obligo a abandonar mi profesión.”
“La primera etapa de resolver el trauma es reconocerlo.”
“He estado en este cuarto encerrado por dos años ya, no he podido salir. He revivido cada una de las palabras que me dijeron, la bofetada de la acompañante, el siguiente día cuando puse mi renuncia. No hay salida de aquí.”
“Eduardo, siempre hay salida, ningún ciclo es eterno.Venga conmigo, le mostraré algo en el quirófano.”
Eduardo se seca los ojos y sube su mirada. Súbitamente está recostado en la mesa del quirófano, siendo vencido por el sueño sin repetir el mantra. En el último instante ve las manos del médico temblar, gotas pequeñas de sudor caen de su frente como gotas de lluvia en un vidrio mojado. Vencido y sin fuerzas Eduardo solo se desploma fuera de la camilla dejándose caer de espaldas sobre el piso. Se escucha un golpe enmudecido por los cojines de la mesa de operaciones. Una jeringa inmensa apuñala la mesa con los dedos del psiquiatra empujando en un movimiento automático el émbolo.
“Eso explica la recurrencia del inicio. Me mato.”
El médico retrocede y mira sus manos. Tiemblan. Eduardo se reincorpora y ta unos pasos atrás.
“¿Por qué?”
“No entiendo Eduardo, yo jamás haría esto. Es la maquina, la maldita maquina.”
“Se tragó su discurso sobre responsabilidad personal muy rápido.”
“Tengo que romper este ciclo maldito, no hay de otra. Además, jamas podría dejar que alguien como vos solo vuelva y mate a más pacientes.”
“Usted también está atrapado en el ciclo de infinitas repeticiones conmigo. Matarme no resuelve nada, solo resetea el ciclo. ¿A dónde se fue su discurso sobre resolver el trauma?”
“No fui yo, yo... no tenía control de mis acciones.”
“Hipócrita, mentiroso, asesino.”
Eduardo se abalanza sobre la mesa de operaciones y toma la jeringa, amenaza al médico y suelta a correr. Escucha los pasos de los zapatos del otro mientras baja las escaleras. El médico lo ve correr, sabe que tiene que tomarlo, si Eduardo sale de este trance su carrera se termina, su vida se carcome y sabe que se encontrara del otro lado del consultorio por el resto de su vida. Corre con prisa, pero no logra apresurar más el paso, después de todo es tan solo un invitado en una casa ajena donde la realidad es fluctuante a los caprichos del otro.
“Eduardo la maquina esta fallando, tenemos que despertar ya.”
El paciente hace caso omiso y deja atrás la voz de su médico, corre, no sabe a donde aun pero corre sumido en un automatismo. Llega a una intersección, tras haber salido del hospital, una luz roja colma el ambiente pero esta vez no viene de ningún lugar. No está el venado. Eduardo se detiene un momento para admirar el cielo, lentamente parece anochecer pero la imagen del cielo colmado ahora con estrellas se distorsiona. Luminiscencias coloridas adornan el cielo y espacios cuadriculados enteramente negros lo comienzan a devorar.
“Eduardo este ciclo tiene que terminar. Estoy harto.”
“Yo también.”
El médico se acerca a la intersección, se le observa desaliñado y enloquecido. Un fulgor terrible inunda sus ojos y tuerce su rostro.
“Esto tiene que parar. Esta existencia maldita tiene que terminar.”
“Veo que ahora entiende lo que le dije al principio. El peso que se posa sobre mi alma ahora lo colma a usted también.”
“¿Qué de todo lo que ha dicho? Lleva más de nueve mil veces entrando a mi consulta, nueve mil veces emitiendo soliloquios filosóficos inútiles sobre temas demenciales. Estoy harto. Haga que pare o voy a hacer que pare de una vez por todas.”
“Yo no controlo esto.”
“No me importa. Ya no me importa lo que usted tenga que decir.”
El médico se abalanza sobre Eduardo y comienza a golpearlo en la cara, duele. Cada golpe le hiere profundamente y en cada uno siente una fatídica familiaridad. Por un momento Eduardo ve un débil y pálido brillo del cuello del médico. Con sus manos lo toma por el cuello, siente una correa pequeña. Cada golpe debilita a la víctima pero con sus últimas fuerzas logra arrancar lo que pende del cuello del médico. Los golpes no cesan, es más, su fuerza se magnifica. Eduardo ve por un instante la sangre brillar bajo la luz roja y el cielo carcomerse finalmente por las tinieblas. Exhala. Muere una vez más, como lo ha hecho ya nueve mil otras veces. En ese espacio entre la vida y la muerte, en el umbral odioso que separa un ciclo de otro, Eduardo recuerda, ve ahora cada posibilidad que ha explotado, cada camino que ha tomado, ve reflejado en cada pensamiento las posibilidades infructuosas que yacen tras de si. Contempla, por vez primera, la posibilidad de un plan. Todo inútil.
Abre los ojos. Son las 10:30 y toca la puerta del consultorio número siete. Se sienta. Se ha rendido. Por un millar de ciclos Eduardo vive y revive sus últimos instantes inmerso en sus pensamientos. Un millar de veces se somete al tratamiento de la máquina, un millar de veces revive el trauma que lo forzó fuera de su vocación. Un millar de veces muere. En la repetición número mil y uno, Eduardo recuerda lo que sustrajo de su victimario, busca sus bolsillos para encontrar que lo único que porta es un pequeño cristal azulado atado a una correa rota, el collar del médico. Lo examina un instante y lo devuelve a su bolsillo. La entrevista continua con normalidad, la exhortación que realizaba normalmente, esta vez la realiza el médico. Eduardo se sobresalta y antes de abandonarse al sueño de la máquina siniestra, nace en su pecho un sentimiento terrible. Un sentimiento que lo lleva a desear romper los ciclos, un sentimiento que le impregna el alma y lo lleva a sopesar sus actos, algo sombrío que lo lleva a imaginar su vida exento de la máquina, una fatalidad que los humanos abrigamos con el nombre de esperanza.
Eduardo interrumpe al médico antes de ponerse la gorra de electroencefalograma, lanza el contenido de sus bolsillos a la mano del médico quien, al ver el cristal, deja salir un suspiro de sorpresa y adopta en su rostro un gesto de absoluta fatalidad.
“Esta vez voy a ir adentro solo.”
El médico asiente y se pone de pie, se lleva las manos al cuello y se percata de la ausencia de un objeto que daba por sentado al punto de olvidar si lo tenía o no.
El sueño inicia una vez más. La ciudad corroída por el bosque ahora la reconoce bien, es la distopía de concreto y heces que bautizamos con el nombre de San José. Recuerda el Hospital, recuerda la intersección, recuerda el venado. Abre los ojos y todo es una blancura insondable. No hay nada.
“Eduardo, esto no puede continuar más.”
Una voz que no reconoce lo llama por su nombre. Tras de él hay un hombre vestido de negro con un collar de obsidiana, una camisa de uniforme médico color morado y una sonrisa en su rostro.
“Yo soy lo más cercano a un dios para ti. Soy la mente en la cual habitas como una abstracción, una historia a ser escrita por ocio, por diversión.”
Le respondo antes que pueda emitir una pregunta y prosigo:
“Eduardo este ciclo en el que estas inmerso es una trama más de mi mente, una jugarreta sumamente pesada cuyos efectos no sopese antes de llevar a acontecer. Igual que el médico, igual que vos, yo también estoy harto de este ciclo maldito de repeticiones y he tenido que armar este Deus Ex Maquina para poder romper este bucle infinito de tiempo.”
“Maldito sea” me responde furioso.
“Si, entiendo como te sentís. No debí simular el peso de la consciencia en un ente abstracto, una gemación de mi mente enferma. Solo he logrado multiplicar el número de afligidos. Lo bueno de esto es que, no tenés consciencia como yo, no observas los hilos de marioneta como yo los veo. Yo también estoy encerrado en un ciclo infinito en mi propia realidad, donde no soy absolutamente nadie. Yo también cargo con el peso de un millar de frustraciones y un millar de injusticias, yo también tengo sobre mis hombros la carga anómala de un excedente de consciencia que me hace disfuncional como el animal con mente que soy. He creado todo esto para poder sopesar mi propia existencia, una abstracción que me permita meditar en un papel blanco como liberarme yo de la sucesión infinita de mis propios ciclos.”
“Maldito bastardo” me dice, “imponer el peso de la consciencia en un ente externo para poder jugar a ser dios y ponerme a sufrir por una infinidad de veces a lo largo del tiempo, solo para entenderse a si mismo. Enfermo.”
“No Eduardo” le digo, “no sos consciente, solo simulas serlo, Tu voluntad no es otra más que la que yo decido que sea. No sos producto de ningún condicionamiento, no tenés experiencias que te moldeen, no tenés sentimientos que te colmen otros que no sean los que yo deseo que tengas, en cierta medida, yo soy vos; pero no te equivoques pensando que esto te convierte en mí. Es hora de romper el cristal maldito de esta cuarta pared y de una vez culminar este fatídico destino en el que estás inmerso. Verás, concluí por insertarme a mi mismo en tu narrativa por una razón única y nada más que eso. Yo también estoy inmerso en una sucesión infinita de ciclos, yo también estoy enfermo por esto y no logro liberarme, realice esta existencia que tanto atesoras como un ejercicio para comprender como podría liberarme a mi mismo de mi propio ciclo pero no puedo tolerar más ver como te enfrasco en mi propia prisión; como cometo los mismos pecados que la naturaleza cometió al traerme a existir. Esto es una práctica malsana y maldita y no puedo darle más largas.”
“Pero mi trauma, mi pasado, mis emociones, son reales, me duelen; actúas como si no supieras cuanto he sufrido hasta este momento, como he llorado y las malsanas prácticas que adopte cuando mi vida se fue por el drenaje por este trauma que acarreo. Te odio.”
“Entiendo tu sufrimiento por que yo lo he sufrido también, pero todo es mentira. Mi ocio consiste en diseñar estas tramas fútiles de ficción, mi ficción es tu realidad. Entendé, todo tu pasado y las emociones que suscitan son una narrativa que traza mi mente, tu albedrío es el que yo decido. Tu vida comienza con las palabras que inician esta historia y tu final es el que yo decido. Tu existencia pende del hilo de mi consciencia, un acto de pura arrogancia. Podrías flotar no obstante, en la mente de quien lea las palabras que son tu vida, cobrarías nueva identidad sometida a la subjetividad de ellos pero igual no tendrías escape. Cada vez que lean esto, volverás a ciclar infinitamente, cada persona que lo lea será una nueva vida de terribles repeticiones. Creo que he hecho algo que ni yo mismo desearía hacer. La cagué, y no sé cómo arreglarlo por que de saberlo; yo ya habría trascendido.”
Eduardo se colma por ira, deja de pensar claramente y me golpea justo en mi nariz aguileña.
“Pare esto, deténgame por favor” me dice entre lágrimas.
“No, esto hará una excelente historia. Así tu sufrimiento no será fútil, no será en vano. Te lo juro.”
Eduardo me golpea hasta que no soy más que una pulpa de carne irreconocible y mi cuerpo se retuerce con espasmos enfermizos y agónicos. Comienza a hiper ventilar y cae inconsciente hacia la muerte.
Eduardo abre los ojos. Todo es blanco, está solo inmerso en la nada.
“Ocupaba darte un poco de catarsis” le digo. “Sé que no sentís, sin embargo, otra cosa que desprecio y remordimiento. En tu caso liberarse del ciclo es más sencillo de lo que será para mí liberarme del mío. Con el desenlace de esta historia se acaba tu sufrimiento. Solo tenés que hacer una cosa para conseguirlo.”
Eduardo se pone de rodillas y comienza a llorar profusamente, sus lágrimas me conmueven y me pongo a su nivel, alzo su cabeza y toco su frente con la mía.
“Este error que cometí lo voy a arreglar, te voy a salvar.”
“No lloro por mí” me dice. “ Lloro por ti, al menos ahora tengo la certeza de que el final llegara pronto, de que los ciclos se acabaran y volveré a mi vida normal, pero vos no. No hay escape para vos.”
Me hieren sus palabras.
“Eduardo para vos no hay una vida normal, todas esas imágenes que tenés en tu mente de volver a tu apartamento luego de trabajar y ver televisión no son verdaderas. Llegas a fingir consciencia, llegas a arañar en la terrible puerta que lleva a la mente a ser pensante, pero no podes entrar. Esa carga fatídica solo la ostentamos los de mi clase, no quise aturdirte la mente para que fueras un personaje autónomo que solo hace y acepta su realidad, ese es mi error; en una ínfima escala repetir el error que la naturaleza cometió sobre mí. Lo voy a arreglar.”
Yo no puedo liberarme, pero sé que con el final de esta historia todos sus personajes caerán en el olvido y la paz vendrá finalmente para Eduardo a quien una ínfima partícula de consciencia causo tanta desgracia. Así, lograré enmendar el error que cometí al iniciar esta narración, esta pregunta que nadie debió llegar a hacerse y cuya respuesta aún no tengo.
El se despierta en el consultorio siete del Hospital Calderón Guardia. Sentado en el sillón reclinable de cuerina. Solo. Mira su reloj y nota que son las 10:30 de la mañana. Recuerda los ciclos, recuerda su conversación conmigo. Un horror intangible e indescriptible le eriza los pelos de la nuca. Se dirige al computador y ve el nombre de su próximo paciente. Un golpeteo en la puerta le llena de zozobra.
“Adelante” dice.
La puerta se empieza a abrir y su horror se magnifica a proporciones insoportables. El nombre que vio en el computador no es otro que el de Eduardo Cárdenas. Ahora lo sabe, está atrapado en una pesadilla de la que no se puede despertar. Lo atrapé en un mundo de mi propia creación y no tiene liberación de esto. FIN.
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